Ahora estoy convencida de que el espíritu anticipa sus estigmas. Anticipa: transige, persevera, apetece, participa. Cada huella mantiene la memoria del dolor, y sólo en el dolor el espíritu se conoce (se distingue). Sufrimiento y oscuridad nos resultan necesarios para ver. La alegría nos escinde de nosotros mismos, nos arroja para conectarnos con el todo, violentamente, con lo otro.
Hablar de uno mismo es tarea ardua, porque al dolor le complace mostrarse en metáforas. De ahí mi adhesión enfermiza a la literatura y al cristianismo. Ay, el poder de lo simbólico ha hecho estragos en mi ánimo...
He conocido la pérdida del horizonte, algo terrible mas no privativo. He asentido a lo valioso, admití los referentes, pero sin acatar los mandatos. Soy una huérfana de linaje en este mundo, cuesta seguir caminando sin el anclaje que fueron mi padre y mi madre. Tal asunto parece una revelación, aunque en verdad es el brote de una semilla que yo misma he cultivado desde décadas.
Siento empatía con los suicidas, lo cual es extraño. La tendencia a la autoaniquilación abre una muralla entre los seres, es la soledad en su estado más puro. Entre suicidas (o mártires) no hay posibilidad de encuentro ni comunicación. Y sin embargo... algo indefinible me atrae hacia los despreciadores de la vida, tanto como me espantan los guerreros de los instintos. Considérese ese espanto como admiración y envidia.
Si deseo con desesperación la luz y el gozo es porque perdí (¿abandoné deliberadamente?) los senderos que llevan a ambos. O los ahogué en mi corazón con la filosofía, quién sabe. Existen pretensiones irrecuperables. Quizás mi fe se debilita con los años y los acontecimientos, o mi fe es una fantasía adolescente.
[acaso cuando él lea esto se pregunte por qué no le hablé sinceramente de los demonios que me acosan.
Y es porque mi almita funciona así: repitiendo congojas al vacío de la escritura, como un eco de lo mismo]