28.8.08

EL INQUIETO

«Conócete. Acéptate. Supérate»
Pero no te derrumbes
Foto: textos inéditos de Agustín descubiertos recientemente


24. A.– Y otro día dije: Manifiéstame, si puedes ya, ese orden. ¡Ea!, arrebátame por el camino que quieras, por las cosas que quieras, como quieras. Impérame acciones difíciles, arduas, pero realizables; que por ellas vaya seguro a donde deseo.
R.– Sólo una cosa puedo mandarte; no conozco otra: la fuga radical de las cosas sensibles. Esfuérzate con ahínco, durante esta vida terrena, por no enviscar las alas del espíritu; es necesario que estén íntegras y perfectas para volar de estas tinieblas a aquella luz que no se digna mostrarse a los encerrados en esta prisión a no ser tales que, desmoronada ésta, puedan gozar a su aire. Así, pues, cuando fueres tal que nada terreno te atraiga ni deleite, entonces mismo, en aquel momento, créeme, verás lo que deseas.


A.– ¡Ah! ¿Cuándo llegará ese momento?, dime. Pues opino que nunca alcanzaré una renuncia tan omnímoda sin ver antes aquello, a cuya luz todo se eclipse.

25. R.– Discurriendo de ese modo, lo mismo podría decir el ojo corporal: «Dejaré de amar las sombras cuando viere el sol». Como si eso perteneciera al orden que indagamos, y no es así. Se complace en las sombras, porque no está sano; únicamente puede encararse con el sol el ojo sano. Y aquí se engaña mucho el alma, creyéndose sana sin estarlo, y por no admitírsela a la contemplación, cree que tiene derecho a lamentarse. Mas aquella divina Hermosura sabe cuándo se ha de mostrar, porque ejerce profesión de médico, y conoce bien quiénes son sanos, aún mejor que los mismos que se ponen en sus manos para curarse. A nosotros nos parece ver la altura de nuestra emersión; pero no nos es dado concebir ni sondear la profundidad de nuestra inmersión y la hondura a que habíamos llegado, y así, en comparación con más graves enfermedades, nos consideramos sanos. ¿Recuerdas la seguridad con que ayer decíamos que ninguna infección nos contagiaba y que sólo amábamos la sabiduría, supeditando lo demás a su logro? ¡Qué sórdido, feo, execrable y horrible te parecía el abrazo conyugal cuando discutíamos acerca de la servidumbre de la carne! Pero en la vela de la pasada noche, revolviendo los temas del examen anterior, sentiste, contra lo que presumías, cómo te cosquilleaba el apetito de imaginadas caricias femeninas y su amarga suavidad –mucho menos ciertamente de lo acostumbrado, pero también mucho más de lo que habías creído. Y así, aquel secretísimo Médico te ha hecho ver dos cosas: la enfermedad de que te ha librado con sus atenciones y cuánto resta para la curación.

26. A.– ¡Silencio, por favor, silencio! ¿Por qué me atormentas, por qué ahondas tanto y hurgas en mis males? No resisto el llanto de mis ojos. No más promesas, ni presunción, ni examen acerca de tales cosas. Muy bien dices que el Médico, a cuya visión aspiro, sabrá cuándo estoy sano; cúmplase su voluntad y manifiéstese cuando le plazca; me entrego enteramente a su clemencia y cuidado. Ya tengo por cierto que a los dispuestos de ese modo no cesará de levantarlos. Nada diré de mi salud hasta que logre ver aquella Hermosura.

R.– Obra como dices, y cesen ya de correr tus lágrimas, y anímate. Mucho has llorado, y eso mismo agrava la enfermedad de tu pecho.

A.– ¿Cómo quieres que tenga término mi llanto, cuando no lo tiene mi miseria? ¿Me aconsejas que mire por la salud física, cuando soy víctima de esta peste? Mas te ruego –si algo puedes sobre mí– que intentes guiarme por algún atajo, aproximándome un poco a la luz que ya puedo resistir, si algo he adelantado, y así no tornarán los ojos a las tinieblas abandonadas, si pueden llamarse abandonadas, pues todavía halagan mi ceguera.

de Soliloquios, Agustín de Hipona

2 comentarios:

Diego dijo...

Realmente lo de este tipo es algo superior...

GISOFANIA dijo...

Coincido, reconociendo que tuvo en Platón una inspiración cuasitrascendental. Eso, sumado a la experiencia cristiana de los primeros siglos constituyen un combo de lujo.
En realidad, la propuesta filosófica es bastante aterradora, por lo que implica para la finitud humana. Pero escribiendo son dos hijos de puta, emperadores absolutos de un estilo perversamente seductor.