6.12.09

ELOGIO DE LA INGENUIDAD

CARTAS MORALES de Jean-Jacques Rousseau a la condesa Sofía d'Houdetot (1757-1758)

Toda la moralidad de la vida humana está en la intención del hombre. Si es cierto que el bien es bien, debe estar tanto en el fondo de nuestros corazones como en nuestras obras, y el primer premio de la justicia es sentir que se la practica. Si la bondad moral es conforme a nuestra naturaleza el hombre sólo estaría sano y bien constituido en tanto es bueno. Si no lo está y el hombre es malvado naturalmente no puede cesar de serlo sin corromperse. La bondad sólo sería en él un vicio contra natura. Hecho para perjudicar a sus semejantes como el lobo para degollar a su presa, un ser humano sería un animal tan depravado como un lobo abominable y la sola virtud nos produciría remordimientos.
¿Vos creéis que hay en el mundo una cuestión más fácil de resolver? ¿Acaso no se trata sólo de entrar en sí mismo, de examinar, al margen de todo interés personal, a qué nos conducen nuestras inclinaciones naturales? ¿Cuál es el espectáculo que más nos honra, el de las desgracias o el de la felicidad de los demás? ¿Qué hacemos más gratamente y nos deja una impresión más agradable: un acto bueno o un acto de maldad? (...)
Las almas más corrompidas no llegan a perder completamente esa primera inclinación: el ladrón que despoja a los transeúntes, sin embargo cubre la desnudez de un pobre, y no hay ningún feroz asesino que no sostenga a un hombre que cae desfallecido (...) Hombre perverso, puedes hacer lo que quieras: sólo veo en ti a un malvado inconsecuente y torpe, pues la naturaleza no te hizo para serlo.
Se habla de los gritos, de los remordimientos que castigan en secreto los crímenes ocultos, y que con tanta frecuencia los ponen en evidencia. ¿Quién de nosotros no ha conocido jamás esa voz inoportuna? Se habla por experiencia y se querría borrar ese sentimiento involuntario que nos causa tantos tormentos. Pero obedezcamos a la naturaleza, conoceremos con qué agrado aprueba lo que exige y qué encanto se encuentra al disfrutar la paz interior de un alma contenta de sí misma. El malvado se teme y se huye, se divierte arrojándose fuera de sí, vuelve a su alrededor unos ojos inquietos y busca un objeto que le haga reír. Sin la broma insultante, estaría siempre triste; por el contrario la serenidad del justo es interior; su risa no es por maldad sino de alegría, lleva la fuente en sí mismo. Si está solo se siente tan contento como en medio de un círculo; y esa alegría inalterable que se ve reinar en él no la extrae de aquellos que le rodean, se la comunica (...)
En el fondo de todas las almas se encuentra un principio innato de justicia y de verdad moral anterior a todos los prejuicios nacionales, a todas las máximas de la educación. Este principio es la regla involuntaria sobre la cual, a pesar de las propias máximas, juzgamos nuestras acciones y las de los demás como buenas o malas, y a este principio es al que doy el nombre de conciencia.
Pero ante este nombre oigo elevarse por todas partes la voz de los filósofos: errores de la infancia, prejuicios de la educación, gritan todos como en concierto (...)
No tengo aquí el propósito de entrar en discusiones metafísicas que no conducen a nada. Os dije ya que no quería discutir con los filósofos, sino hablar a vuestro corazón. Aunque todos los filósofos del mundo probaran que no tengo razón, si sentís que tengo razón ya no quiero más. Sólo es necesario para ello distinguir nuestras percepciones adquiridas de nuestros sentimientos naturales; pues sentimos necesariamente antes de conocer, y de igual modo que no aprendemos a querer nuestro bien personal y a evitar nuestro mal, sino que esa voluntad proviene de la Naturaleza, del mismo modo el amor al bien y el odio hacia lo malo nos son tan naturales como nuestra propia existencia. Así, aunque las ideas nos vienen de fuera, los sentimientos que las aprecian están en nuestro interior y sólo por ellos conocemos la conveniencia o desconveniencia que existe entre nosotros y las cosas que debemos buscar o evitar.
Existir es para nosotros sentir, y nuestra sensibilidad es indiscutiblemente anterior a nuestra misma razón. Sea cual sea la causa de nuestra existencia, ha contribuido a nuestra conservación proporcionándonos sentimientos conformes a nuestra naturaleza, y no se podría negar al menos que éstos no fueran innatos. Con respecto al individuo, esos sentimientos son el amor de sí, el temor al dolor y a la muerte, y el deseo de bienestar. Pero si, como no se puede dudar, el hombre es un ser sociable por naturaleza, o al menos hecho para serlo, no puede serlo más que por otros sentimientos innatos relativos a su especie. De ese sistema moral, formado por esa doble relación consigo mismo y con sus semejantes, nace el impulso natural de la conciencia (...)
Si los primeros destellos del juicio nos deslumbran y confunden ante todos los objetos que están bajo nuestra vista, esperemos que nuestros débiles ojos se reabran, se fortifiquen, y pronto veremos esos mismos objetos bajo las luces de la razón tal como nos los muestra primero la Naturaleza. O, más aún, seamos más simples y menos vanos. Limitémonos en todo a los primeros sentimientos que encontramos en nosotros mismos, pues siempre es a ellos a los que el estudio nos conduce cuando no nos ha perdido por completo.
¡Conciencia, conciencia, instinto divino, voz inmortal y celeste, guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, sublime emanación de la sustancia eterna, que convierte al hombre en semejante a los dioses; eres tú la única que constituye la excelencia de mi propia naturaleza. Sin ti no siento nada en mí que me eleve por encima de las bestias, nada más que el triste privilegio de perderme de error en error, con la ayuda de un entendimiento sin regla y de una razón sin principio!
Quinta Carta

LEONARDO DA VINCI Ginevra de' Benci [1474-76]

La conciencia es tímida y temerosa, busca la soledad; el mundo y el ruido la espantan, los prejuicios de los que se dice que son obra suya son sus enemigos más mortales, huye o se calla ante ellos, su voz abrasadora apaga la suya y la impide hacerse entender. Finalmente, a fuerza de ser rechazada, se desanima, ya no habla, no nos responde más y después de un desprecio tan largo cuesta tanto recordarla como costó exiliarla.
Cuando veo a cada uno de nosotros ocupado sin cesar en la opinión común y apagar, por decirlo así, su existencia alrededor de ella sin reservar prácticamente nada del propio corazón, me parece ver a un insecto formar una gran tela con su propia sustancia, por medio de la cual sólo parece sensible, pues de otro modo se pensaría que está muerto en su agujero. La vanidad del hombre es la tela de araña que tiende sobre todo aquello que le rodea. La una es tan sólida como la otra, al tocar el menor hilo el insecto se pone en movimiento; se moriría de languidez si se dejara la tela tranquila, y se la desgarra con un dedo, más que rehacerla rápidamente, se dedica a destrozarla. Comencemos por volver a nosotros, por concentrarnos en nosotros, por circunscribir nuestra alma dentro de los límites que la Naturaleza ha dado a nuestro ser; comencemos, en una palabra, por recogernos donde somos, para que, al buscar conocernos, al tiempo se nos manifieste todo lo que nos constituye. A mi juicio, aquel que mejor sabe en qué consiste el yo humano es el que está más cerca de la sabiduría, y al igual que el primer trazo de un dibujo se forma de líneas que lo definen, la primera idea que se puede tener del hombre es separarlo de todo lo que no es él.
Pero ¿cómo realizar esta separación? Este arte no es tan difícil como se pudiera creer, o por lo menos la dificultad no está allí donde se cree. Depende más de la voluntad que de las luces y no es necesario un gran aparato de estudios e investigaciones para llegar a él. El día nos ilumina, y el espejo está delante de nosotros; pero para verlo hay que fijar la mirada, y el modo de fijarla es descartar los objetos que nos distraen. Recogeos, buscad la soledad, he aquí todo el secreto y sólo por él se descubren pronto los vuestros. ¿Pensáis, en efecto, que la filosofía nos enseña a entrar en nosotros mismos? ¡Ay, cuánto nos distrae el orgullo bajo su nombre! Mi querida amiga, ocurre todo lo contrario: para aprender a filosofar hay que entrar en sí mismo (...)
Cuando se vive solo, se quiere más a los hombres, y un tierno interés nos aproxima a ellos. La imaginación nos muestra el lado mas atractivo de la sociedad, e incluso el aburrimiento de la soledad se vuelve en beneficio de la humanidad (...)
Dejad obrar a esa inquietud natural que, en la soledad, no tarda en hacerse ocupar a cada uno de sí mismo, a pesar suyo.
No digo que ese estado deba producir un hundimiento total, y estoy bien lejos de creer que no tengamos ningún medio de despertar en nosotros el sentimiento interior. Del mismo modo que se calienta un miembro entumecido con ligeras fricciones, el alma apagada por una larga inactividad se reanima ante el dulce calor de un movimiento moderado. Hay que conmoverla con recuerdos agradables que se refieren sólo a ella, hay que hacerle recordar las emociones que le han enorgullecido, no por mediación de los sentidos, sino por un sentimiento propio y por placeres intelectuales (...)
Nada es más amable que la virtud, pero ella no se muestra así más que a aquellos que la poseen; cuando se la quiere abrazar, semejante al Proteo de la fábula, adopta mil formas asombrosas, y no se muestra finalmente bajo la suya más que a aquellos que no la han dejado escapar.
Sexta Carta

"VIRTUTEM FORMA DECORAT" (la belleza adorna la virtud)
LEONARDO DA VINCI Ginevra de' Benci (reverso)

C. DEBUSSY Clair de lune - David Oistrakh (violín)

2 comentarios:

Alyxandria Faderland dijo...

Porque sera que hoy a la ingenuidad se la confunde con la lisa y llana boludez?
Y a quien tiee esta virtud lo traten como a un reverendo idiota? Preguntas que me caen asi de primera impresion.

GISOFANIA dijo...

porque hemos perdido el rumbo, estimada Alyx, y el que sabe adónde quiere ir resulta peligroso y molesto, como un tumor sin nombre...