Estados del alma I: Los que se quedan, 1911
10.2.11
8.2.11
VÍTREO
Soy un ángel prostituído por la sobreprotección terrenal.
Sin embargo (te aviso) no hay ofrecimiento de recompensa por mi rescate.
Las lluvias de verano convocan al auto testimonial. Fenómeno periódico, que puede exponerse así: "confesar para eludir el sofocamiento del corazón". Caprichos urbanos en estas coordenadas.
Después de nuestra última usual despedida vuelvo a imponerme tareas absurdas que exigen esfuerzos costosos para los que me hallo discapacitada. A contramano de la naturaleza (la tormenta subtropical es un ejemplo), la agitación me desmorona. Resultados nulos, esterilidad del ánimo, desilusión.
De un lado, la historia de mi existencia: heredad de actos desbocados -a veces mecánicos, pero sólo en apariencia-, engorrosos y en desorden, añorando la desembocadura.
Del lado opuesto, sobre el horizonte, en puente de beatitud, mi alma. Ajena, distante, imperturbable.
Supongo que sonreirá condescendiente, viéndome arrastrar la roca de mi fragilidad por los laberintos del mundo, como si eso fuera un castigo de prófugos dioses indecorosos.
Ahora el cielo arroja sus dardos de agua contra el toldo metálico. El repiqueteo es ensordecedor. La inquietud, total e invasiva.
Lo más íntimo de mí desea un pacto secreto con alguna criatura sobrenatural que me libere de los remordimientos. La conciencia, esa picana permanentemente encendida.
El calor no cesa, el sueño se retrasa. Chicharras, grillos, gatos en los techos.
Esto no es una obra. No. Acaso sea nada más que un esfumado de tentativas.
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