FELIZ CUMPLEAÑOS, Marianvs!
Arriba, en la oscura casa de Asís, Francisco Bernardone dormía y soñaba en cosas de guerra. En las tinieblas llególe una visión maravillosa de espadas con cruces labradas, a la manera de las que usaban los guerreros cruzados, de picas, escudos y yelmos colgados de una panoplia y marcados todos con el sagrado emblema. Al despertar acogió el sueño como un clarín llamándolo al campo de batalla y se lanzó en busca de caballo y armas. Gustaba sin duda de todo ejercicio caballeresco y era indubitablemente un caballero cumplido en todas las suertes del torneo y la maniobra militar. A no dudarlo, hubiera preferido una caballería de cuño cristiano; pero parece evidente que por entonces su ánimo estaba sediento de gloria, si bien para él esta gloria se identificaba siempre con el honor. No le era ajena esa visión de la guirnalda de laurel que César legara a todos los latinos. Mientras cabalgaba camino a la guerra, la gran puerta en la recia muralla de Asís resonó con su última jactancia: “Volveré convertido en un gran príncipe”.
A poco de caminar, de nuevo le atacó aquella su enfermedad y le sumió en el lecho. No parece improbable, dado su temperamento impetuoso, que hubiera emprendido sus andanzas antes de sanar. Y en la oscuridad de este segundo tropiezo, mucho más desolador, parece que tuvo otro sueño y en él le dijo una voz: “No has comprendido el sentido de la visión. Vuelve a tu ciudad”. Y Francisco desandó los pasos hacia Asís, enfermo como estaba, lánguida figura asaz desengañada y contrariada, burlada quizás, sin nada que hacer sino esperar los próximos acontecimientos. Era su primer descanso a una oscura quebrada llamada valle de la humillación, y le pareció rocosa y desolada aunque más tarde habría de encontrar en ella un campo de flores.
Mas no sólo chasqueado y humillado se sintió Francisco sino perplejo y confundido. Creía aún firmemente que sus dos sueños algo significaban y no podía imaginar el sentido. Mientras vagaba, casi diría como un sonámbulo, por las calles de Asís y los campos de extramuros, le aconteció un suceso que no siempre se ha relacionado con el tema de sus sueños pero que significaba la culminación de ellos. Cabalgaba indiferentemente por senderos apartados, al parecer a campo abierto, cuando vio caminando hacia él una figura, y el Santo se detuvo: era un leproso. Y comprendió en el acto que aquí se lanzaba un desafío a su valor, no como los que hace el mundo sino como lo haría quien conoce los secretos del corazón del hombre. Lo que vio avanzando no era el estandarte y las espadas de Perugia ante las que nunca retrocedió, ni los ejércitos que peleaban por la corona de Sicilia, de los que siempre pensó lo que un hombre valiente piensa de un vulgar peligro. Francisco Bernardone vio su miedo avanzando hacia él por el camino, el miedo que nace de adentro no de afuera, blanco y horrible a la luz del sol. Por una sola vez en el largo correr de su vida debió sentirse inmóvil.
Luego, sin transición entre la inmovilidad y el arrebato, saltó del caballo, se precipitó sobre el leproso y lo abrazó (…) Dio a aquel hombre cuanto dinero pudo, montó luego y siguió su camino. No sabemos hasta dónde cabalgó ni cuál fue su pensamiento sobre las cosas que le rodeaban; pero se dice que al volver la cabeza no pudo ver a nadie en el camino.
A poco de caminar, de nuevo le atacó aquella su enfermedad y le sumió en el lecho. No parece improbable, dado su temperamento impetuoso, que hubiera emprendido sus andanzas antes de sanar. Y en la oscuridad de este segundo tropiezo, mucho más desolador, parece que tuvo otro sueño y en él le dijo una voz: “No has comprendido el sentido de la visión. Vuelve a tu ciudad”. Y Francisco desandó los pasos hacia Asís, enfermo como estaba, lánguida figura asaz desengañada y contrariada, burlada quizás, sin nada que hacer sino esperar los próximos acontecimientos. Era su primer descanso a una oscura quebrada llamada valle de la humillación, y le pareció rocosa y desolada aunque más tarde habría de encontrar en ella un campo de flores.
Mas no sólo chasqueado y humillado se sintió Francisco sino perplejo y confundido. Creía aún firmemente que sus dos sueños algo significaban y no podía imaginar el sentido. Mientras vagaba, casi diría como un sonámbulo, por las calles de Asís y los campos de extramuros, le aconteció un suceso que no siempre se ha relacionado con el tema de sus sueños pero que significaba la culminación de ellos. Cabalgaba indiferentemente por senderos apartados, al parecer a campo abierto, cuando vio caminando hacia él una figura, y el Santo se detuvo: era un leproso. Y comprendió en el acto que aquí se lanzaba un desafío a su valor, no como los que hace el mundo sino como lo haría quien conoce los secretos del corazón del hombre. Lo que vio avanzando no era el estandarte y las espadas de Perugia ante las que nunca retrocedió, ni los ejércitos que peleaban por la corona de Sicilia, de los que siempre pensó lo que un hombre valiente piensa de un vulgar peligro. Francisco Bernardone vio su miedo avanzando hacia él por el camino, el miedo que nace de adentro no de afuera, blanco y horrible a la luz del sol. Por una sola vez en el largo correr de su vida debió sentirse inmóvil.
Luego, sin transición entre la inmovilidad y el arrebato, saltó del caballo, se precipitó sobre el leproso y lo abrazó (…) Dio a aquel hombre cuanto dinero pudo, montó luego y siguió su camino. No sabemos hasta dónde cabalgó ni cuál fue su pensamiento sobre las cosas que le rodeaban; pero se dice que al volver la cabeza no pudo ver a nadie en el camino.
G.K. CHESTERTON San Francisco de Asís
2 comentarios:
Este genial fragmento de mi admirado y genial Chesteron explica por que los de Rosario Central no quieren al poverello de Asís.
Te mando un abrazo y gracias. Sabes cuanto significa Panchito para mi. Despues escucho los audios. Los rabanitos del mediodia rugen como carrera de kartings en las tripas mias.
rabanitos!!!!!
(perra nostalgia, grrrrrrrrrr)
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