Soñé la muerte y era muy sencillo;/
una hebra de seda me envolvía,/
y a cada beso tuyo,/con una vuelta menos me ceñía/
y cada beso tuyo/era un día;/
y el tiempo que mediaba entre dos besos/
una noche. La muerte era muy sencilla.
La culpa suprema
Conducido Jesús ante el consejo de escribas y ancianos que presidía Caifás, no hubo testigos que declarasen en su contra. Apenas un fanático afirmó haberle oído decir que era capaz de destruir y reedificar el templo en tres días. Imputación necia a la cual el reo no se dignó contestar.
Ya iban a absolverlo en la deliberación subsiguiente, cuando uno de los escribas que era a la vez concesionario de las pesquerías en el ago de Genezaret, donde Jesús multiplicó los peces, lanzó contra él una acusación terrible:
-Nadie lo ha visto nunca comprar ni vender, como hacen los hombres honrados.
Era cierto, Jesús no había comprado ni vendido nunca la cosa más insignificante.
-¿Será entonces un ladrón?-preguntó alguno.
-No; porque los ladrones venden lo que roban.
-¿Un mendigo vagabundo?
-No; porque los mendigos piden limosna y éste nunca ha pedido.
-¡Cómo!, ¡ni siquiera ha pedido!
-Nunca. Desprecia el dinero. No lo ha tocado jamás.
-¿Jamás?
-En efecto, ni cuando hubo de pagar el censo al César. Mandó a su discípulo Pedro que oblara por él, extrayendo la moneda necesaria de la boca de un pescado de mis pesquerías. Lo cual agrega a su delito, la magia.
-¿Pero qué delito?
-El de no haber jamás comprado ni vendido.
Entonces los ancianos y escribas, meditaron. Un hombre que no compraba ni vendía, no era ciertamente ladrón, ni mendigo, no cometía delito alguno con ello. Pero no podía ser hombre honrado, porque todos los hombres honrados compran y venden.
Y como no podía ser hombre honrado, condenáronlo al suplicio, volviendo así por el principio de simetría moral, que aquel extraño violaba.
No hubo allí ningún psiquiatra que lo declarara irresponsable por anormal.
Conducido Jesús ante el consejo de escribas y ancianos que presidía Caifás, no hubo testigos que declarasen en su contra. Apenas un fanático afirmó haberle oído decir que era capaz de destruir y reedificar el templo en tres días. Imputación necia a la cual el reo no se dignó contestar.
Ya iban a absolverlo en la deliberación subsiguiente, cuando uno de los escribas que era a la vez concesionario de las pesquerías en el ago de Genezaret, donde Jesús multiplicó los peces, lanzó contra él una acusación terrible:
-Nadie lo ha visto nunca comprar ni vender, como hacen los hombres honrados.
Era cierto, Jesús no había comprado ni vendido nunca la cosa más insignificante.
-¿Será entonces un ladrón?-preguntó alguno.
-No; porque los ladrones venden lo que roban.
-¿Un mendigo vagabundo?
-No; porque los mendigos piden limosna y éste nunca ha pedido.
-¡Cómo!, ¡ni siquiera ha pedido!
-Nunca. Desprecia el dinero. No lo ha tocado jamás.
-¿Jamás?
-En efecto, ni cuando hubo de pagar el censo al César. Mandó a su discípulo Pedro que oblara por él, extrayendo la moneda necesaria de la boca de un pescado de mis pesquerías. Lo cual agrega a su delito, la magia.
-¿Pero qué delito?
-El de no haber jamás comprado ni vendido.
Entonces los ancianos y escribas, meditaron. Un hombre que no compraba ni vendía, no era ciertamente ladrón, ni mendigo, no cometía delito alguno con ello. Pero no podía ser hombre honrado, porque todos los hombres honrados compran y venden.
Y como no podía ser hombre honrado, condenáronlo al suplicio, volviendo así por el principio de simetría moral, que aquel extraño violaba.
No hubo allí ningún psiquiatra que lo declarara irresponsable por anormal.
Filosofícula (1924)
Otros cuentos de Lugones: en esta página
2 comentarios:
buenísimooo
tengo que leerlo más a Leopoldo, sin duda!
Adrián, el morocho Adrián!!!! cuánto tiempo, me alegra tu presencia aquí...
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