12.8.10

Gloria in excelsis, despectus in mundum

El eco de lo que oí y escucho

VICTOR JARA “Camilo Torres (Cruz de Luz)”
Pongo en tus manos abiertas, 1969

La monja rectora insistía en que sea yo la que diera charlas de meditación sobre la alegría del corazón y la perseverancia en la fe. Dos metas con las que soñaba, infructuosamente.
Y nunca entendí si así funcionaba el fenómeno o si en verdad era una elegida, pero al final lograba dar testimonio de ésas, mis grandes carencias.
Mientras tanto, yo envidiaba en secreto a ellos: el cura guerrillero, Angelelli y Romero, el sacerdote obrero, los palotinos de San Patricio, anónimos catequistas, religiosas, maestros rurales, novicios y comprometidos con los olvidados de siempre; los que (con o contra su voluntad) fueron convertidos en víctimas inmoladas, en esos años violentos.
Era una época en que mi mente estaba marcada por los principios del Documento de Puebla, y mi energía se disparaba con las estrofas de la Cantata Santa María de Iquique (recuerdo muy bien una versión alternativa con referencias a la pasión de Jesús que cantábamos con el coro litúrgico del colegio)
Y no era que yo estuviera enrolada en la opción preferencial por los pobres. En realidad, había abrazado con ardor el cristianismo seducida por su propuesta de despojamiento, admirada de ese desprecio tan elegante y original por lo humano (lo mundano) que los evangelios prodigaban en sus sentencias.
Compréndaseme: era una adolescente con presunciones de mártir y fantasías de agnus Dei, cuya alma festoneada de contraposiciones se desmenuzaba ante la insensatez de la existencia, una virgen que prefería morir a decaer en el hercúleo fango común que arrastraba a todos.

Aquellos lo habían conseguido tempranamente: arribar al Reino Eterno (donde no hay polillas u orín que echen a perder los tesoros, ni ladrones que los roben) pero con el interés por ganancias cobrado por anticipado acá abajo, con la gloria de convertirse en paradigmas para los confundidos de la tierra.

La santidad fue mi única ambición, mi singular frustración, mi obsesiva apetencia. Obertura, epílogo y exposición de mi soliloquio.




Desperté de ser niño;
nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
MIGUEL HERNÁNDEZ

Me pregunto si él no extrañará aquel tiempo en que era un crío esmirriado, lúcido, contestatario, de prodigiosa memoria. Cuando vacacionábamos en el complejo hotelero del ministerio de Bienestar Social de Alta Gracia, y mientras los demás correteaban por arroyitos y cumbres nosotros nos quedábamos encerrados leyendo las revistas de historietas de superhéroes que él coleccionaba (su predilecto era Batman, el justiciero melancólico); o inventaba relatos al estilo revisionismo histórico para entretener a mi hermano más pequeño. Eso fue antes que Potash, Filosofía y Nación y los vaivenes intelectuales del movimiento le otorgaran a su juicio un dejo de amargura. Creo, pero tal vez me equivoque bien fiero. Porque yo sí tengo nostalgia de la era luminosa, de una infancia que me hacía sentir indestructible. Y no sé él, pero también espero e imploro por mi definitiva restauración espiritual.

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