30.3.09

INTERMEZZO
Aún diré unas palabras para los oídos más refinados: qué es lo que yo quiero propiamente de la música. Que sea clara y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea peculiar, desenvuelta, tierna, una dulce mujercita de gracia y perfidia. Nunca admitiré que un alemán pueda saber lo que es la música. Los llamados músicos alemanes, sobre todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses o judíos; en otro caso, alemanes de raza fuerte, alemanes extinguidos, como Heinrich Schütz, Bach y Händel. Yo mismo sigo siendo todavía lo bastante polaco como para no dar todo el resto de la música a cambio de Chopin: exceptúo, por tres motivos, el Idilio de Sigfrido de Wagner, quizá también a Listz, que domina los acentos nobles de la orquesta por encima de todos los demás músicos; y, por último, todo lo que ha crecido más allá de los Alpes -más acá... No sabría prescindir de Rossini, y aún menos de mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes, digo propiamente sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para música, tan sólo hallo siempre la palabra Venecia. No sé hacer ninguna distinción entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin un escalofrío de terror.

Sobre el puente me hallaba

no ha mucho en la noche oscura.

De lejos un canto venía:

gotas doradas se derramaban

sobre la temblorosa superficie.

Góndolas, luces, música—

ebrios hacia el crepúsculo nadaban

Mi alma, un laúd,

conmovida sin ser vista, se cantaba

en secreto una canción de góndola,

temblando de dicha multicolor.

—¿Había alguien para escucharla?...

Nietzsche contra Wagner. Aktenstücke eines Psychologen, 1889



S. MERCADANTE Concierto para flauta en Mi menor op.57, 1819 
III.“Rondo Russo, Allegro Vivace Scherzando”

LA CANCIÓN DEL BAILE
Un atardecer caminaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y estando buscando una fuente he aquí que llegó a un verde prado a quien árboles y malezas silenciosamente rodeaban: en él bailaban, unas con otras, unas muchachas. Tan pronto como las muchachas reconocieron a Zaratustra dejaron de bailar; mas Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras:
«¡No dejéis de bailar, encantadoras muchachas! No ha llegado a vosotras, con mirada malvada, ningún aguafiestas, ningún enemigo de muchachas.
Abogado de Dios soy yo ante el diablo: mas éste es el espíritu de la pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchacha de hermosos tobillos?
Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.
Y asimismo encontrará ciertamente al pequeño dios que más querido les es a las muchachas: junto al pozo está tendido, quieto, con los ojos cerrados.
¡En verdad, se me quedó dormido en pleno día, el haragán! ¿Es que acaso corrió demasiado tras las mariposas?
¡No os enfadéis conmigo, bellas bailarinas, si castigo un poco al pequeño dios! Gritará ciertamente y llorará, - ¡mas a risa mueve él incluso cuando llora!
Y con lágrimas en los ojos debe pediros un baile; y yo mismo quiero cantar una canción para su baile: Una canción de baile y de mofa contra el espíritu de la pesadez, mi supremo y más poderoso diablo, del que ellos dicen que es el señor del mundo».
Y ésta es la canción que Zaratustra cantó mientras Cupido y las muchachas bailaban juntos:
En tus ojos he mirado hace poco, ¡oh vida! Y en lo insondable me pareció hundirme.
Pero tú me sacaste fuera con un anzuelo de oro; burlonamente te reíste cuando te llamé insondable.
«Ese es el lenguaje de todos los peces, dijiste; lo que ellos no pueden sondar, es insondable.
Pero yo soy tan sólo mudable, y salvaje, y una mujer en todo, y no virtuosa:
Aunque para vosotros los hombres me llame la profunda, o la fiel, la eterna, la llena de misterio.
Vosotros los hombres, sin embargo, me otorgáis siempre como regalo vuestras propias virtudes ¡ay, vosotros virtuosos!»
Así reía la increíble; mas yo nunca la creo, ni a ella ni a su risa, cuando habla mal de sí misma.
Y cuando hablé a solas con mi sabiduría salvaje, me dijo encolerizada: «Tú quieres, tú deseas, tú amas, ¡sólo por eso alabas tú la vida!»
A punto estuve de contestarle mal y de decirle la verdad a la encolerizada; y no se puede contestar peor que «diciendo la verdad» a nuestra propia sabiduría.
Así están, en efecto, las cosas entre nosotros tres. A fondo yo no amo más que a la vida ¡y, en verdad, sobre todo cuando la odio!
Y el que yo sea bueno con la sabiduría, y a menudo demasiado bueno: ¡esto se debe a que ella me recuerda totalmente a la vida!
Tiene los ojos de ella, su risa, e incluso su áurea caña de pescar: ¿qué puedo yo hacer si las dos se asemejan tanto?
Y una vez, cuando la vida me preguntó: ¿Quién es, pues, ésa, la sabiduría? yo me apresuré a responder:
«¡Ah sí!, ¡la sabiduría! Tenemos sed de ella y no nos saciamos, la miramos a través de velos, la intentamos apresar con redes.
¿Es hermosa? ¡Qué se yo! Pero hasta las carpas más viejas continúan picando en su cebo.
Mudable y terca es; a menudo la he visto morderse los labios y peinarse a contrapelo.
Acaso es malvada y falsa, y una mujer en todo; pero cabalmente cuando habla mal de sí es cuando más seduce».
Cuando dije esto a la vida ella rió malignamente y cerró los ojos. «¿De quién estás hablando?, dijo; ¿sin duda de mí? Y aunque tuvieras razón ¡decirme eso así a la cara! Pero ahora habla también de tu sabiduría».
¡Ay, y entonces volviste a abrir tus ojos, oh vida amada! Y en lo insondable me pareció hundirme allí de nuevo.
Así cantó Zaratustra. Mas cuando el baile acabó y las muchachas se hubieron ido de allí sintióse triste.
«El sol hace ya mucho que se puso, dijo por fin; el prado está húmedo, de los bosques llega frío.
Algo desconocido está a mi alrededor y mira pensativo. ¡Cómo! ¿Tú vives todavía, Zaratustra?
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es tontería vivir todavia?
Ay, amigos míos, la tarde es quien así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza! El atardecer ha llegado: ¡perdonadme que el atardecer haya llegado!»
Así habló Zaratustra.

Also Sprach Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen, parte II 1883

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