Las mujeres somos poseídas por las transformaciones de nuestro espíritu, la racionalización de éstas parece estarnos vedada por naturaleza. Explicarnos es una empresa aporética, mostrarnos (velándonos y ocultándonos a tempo) es insoslayable. Quizás por eso nos vemos inclinadas al arte, a la mística, a la alquimia.
Yo misma, tan intoxicada de ciencia y filosofía, me encuentro permanentemente rebasada por los arrebatos de mi alma inquieta. Y suelo narcotizarme con alcohol o adrenalina para liberar a todas las que anidan en mí, al aguardo de sus momentos de fama; cada irrupción es violenta, entonces acabo agotada y dolorida. En mi propia Thiasoi (banda rebelde de mi psique), conviven y complotan la prostituta y la santa, la exaltada y la humillada, la esposa y la amante, la angelical (terribilísima) y la demoníaca, la reina y la sierva, la virgen y la promiscua, la niña y la madre, la bestia y la diosa. Todas ávidas de orgía y frenesí, de baile extático, de esplendor.
Así, los espejos se me vuelven amables e inspiradores, límpidas superficies de descanso, instrumentos de genuino placer. Con una salvedad: el transmutarse involuntariamente en agente épico de la propia vida puede llegar a resultar algo espeluznante. Y asimismo es conveniente esquivar la tiranía de las idealizaciones.
[Al salir de mi casa esta mañana temprano, tras la lluvia, me encontré con la luna llena alzada sobre el firmamento. Su suntuosidad pudorosa, envuelta en tenues gajos de nubes, me acompañó durante todo el trayecto a la oficina. Como si fuera una señal de futuros aristocráticos fulgores...]
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