4.1.10

ALBERT CAMUS

No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.




La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.


Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte.


El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia. El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar, entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad; quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura, ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!
de "Novela y rebeldía"

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